Camilo C.
Aquella noche madrileña hacía frío y el cielo estaba
negro. No había ni una sola estrella. Ni si quiera la luna se atrevía a salir.
Madrid estaba oscuro. La única luz procedía de las farolas. Era tarde y en las
calles de Carabanchel no se oía nada, algo bastante extraño…
Esta noche los
gatos no saldrían.
Las drogas y el
alcohol habían hecho de Miguel una piltrafa. Con solo 33 años, ya estaba
cansado de vivir. Se había escapado de casa muy joven y desde entonces su vida
ya no era lo mismo. Sus amigos le habían introducido a este mundo de mala
muerte, donde las drogas y el sexo mandaban.
Su higiene ya no le
importaba. Su trabajo ya no le importaba. Su vida ya no le importaba…
Miguel tenía barba
y era flaco. Las drogas le habían destrozado por completo. Sus padres le decían
que era un caso perdido, cosa que le quitó el ánimo para el resto de su corta
vida…
Aquella noche yacía
en el suelo, no muy limpio, de la Avenida de Oporto, recostado en la pared de
granito de la Parroquia de San Vicente de Paul. Se acostaba en un cartón del
Corte Inglés que encontró cerca de allí y se cubría con una manta verde oscura,
no muy gruesa, que le llegaba de los pies hasta el pecho. Su rostro pálido
titiritaba. Su sangre estaba congelada.
A su alrededor no
había nadie. Estaba desamparado, como de costumbre.
Sin embargo, en la
oscuridad de la plaza en frente de la parroquia, al lado de los columpios,
surgía una sombra. Esta se acercaba a Miguel lentamente. Tenia atributos
humanos: una cabeza, dos piernas, dos brazos, un torso…
A Miguel no le
importaba. Había perdido toda esperanza de salir de su desgracia.
La sombra se
acercaba.
Poco a poco.
Lentamente…
Cuando finalmente
la sombra se encontraba a menos de 5 metros de Miguel, esta paró. Miguel alzó
la cabeza para ver de quien se trataba. Era un hombre alto de cara serena y de
ojos brillantes.
El hombre se
agachó, miró a Miguel y le preguntó:
-¿Cansado de vivir?
Miguel, no
sorprendido de semejante pregunta, le contestó:
-Sí.
-¿Te gustaría
empezar una nueva vida?
-Por supuesto.
- Entonces deja
este lugar y ven conmigo. Me dedico a ayudar personas como tú. Jóvenes que han
perdido la luz y se perdieron en las tinieblas… Créeme, no eres el único, ni lo serás…- Mientras
terminaba de decir estas ultimas palabras le extendió una mano para que se
levantase. Miguel, como sus padres dijeron, era un caso perdido, no le
importaba mucho lo que hiciesen con él. No temía a la muerte. Eso sí, si
supiera lo que estaba a punto de suceder, jamás le hubiera tomado la mano a ese
hombre…
La Hermana Violeta
estaba durmiendo cuando escuchó de repente sonidos raros que nunca antes había escuchado
en el convento. Se levantó de la cama, encendió la luz y se asomó a la ventana.
Nada. Oscuridad completa. Los sonidos no paraban y parecían venir de abajo. La
Hermana Violeta se estaba preocupando. Asustada, salió de su pequeño cuarto y
se dirigió al de al lado, donde dormía la Hermana Clara. El pasillo estaba como
el cielo, negro.
Clara estaba
profundamente dormida. Incluso roncaba. Violeta no se lo pensó dos veces y empezó
a agitar el cuerpo de su amiga para que despertase. Clara abrió los ojos.
-¡Violeta! ¿Qué
quieres?
-He escuchado
sonidos extraños. Provienen de abajo. ¿Los has oído?
-Yo no he oído
nada.
-En serio. Abajo
hay alguien.
-Anda… Vete a
descansar…
Clara no la creía.
Angustiada, Violeta volvió a su dormitorio. Se arropó e intento conciliar el
sueño. Pero no pudo. Otra vez los sonidos.
Violeta estaba
dispuesta a ir abajo sola y averiguar que estaba ocurriendo. Iba a abrir la
puerta justo cuando Clara entra y dice:
-Vale. Te creo. Los
he escuchado.
No muy lejos de las
dos hermanas, Miguel despertó de un corto sueño. Se encontraba en una sala poco
iluminada y con objetos religiosos por todas partes. Sus manos y pies estaban
clavados a tablas de madera. Se encontraba medio desnudo con un trapo atado a la cintura. Sentía pinchos en su
cabeza. Miguel, aunque no lo pareciera, sentía el dolor, pero no gritaba. Solo
lloraba.
-De esta no salgo.
Miguel tenía razón.
De tras de él sonó
una voz:
-Tú ya no mereces
vivir. Perro de la calle. Tu cuerpo servirá mejor para mis intenciones que para
mendigar en la calle. Tu vida no me importa. Ya la has estropeado. Lo único
útil de ti es tu carne, tu cuerpo.
Miguel no se sentía
ofendido. Después de todo, tenia razón. Había desperdiciado su vida.
Frente a Miguel se
levantaba la figura de aquel hombre alto que dijo que le ayudaría. Pero esta
vez estaba encapuchado y llevaba una lanza en la mano. De su cuello colgaba un
rosario con una cruz relativamente grande de madera oscura.
-No he mentido. Te
ayudaré a deshacerte del dolor de tu miseria. Estarás más caliente en el
infierno que en la calle. Créeme.
Al finalizar su
breve discurso el hombre de capucha se santifico.
A continuación
Miguel notó el mayor dolor que jamás haya sentido. Su costado había sido
atravesado por un metal helado como el hielo.
Fue entonces cuando
Miguel gritó.
Las dos hermanas
estaban caminando por el ya iluminado pasillo cuando escucharon un grito
masculino, que, efectivamente, procedía de abajo. Las hermanas se dieron prisa.
El pasillo
terminaba en unas escaleras de caracol que descendían a la iglesia.
-¿Qué puede ser a
estas horas?
-No lo sé pero creo
que deberíamos de haber despertado a más gente. Imagina que es un asesino o
algo por el estilo…
-Violeta. No me
asustes más de lo que ya estoy.
-Venga, vamos a por
más gente. Por favor.
-Está bien. Vamos.
Trece hermanas
bajaron juntas a la iglesia. Encendieron las luces e iniciaron una búsqueda sin
éxito.
Rendidas y sin
pistas de lo que provocó aquellos sonidos decidieron llamar a la policía.
Violeta daba las gracias a Dios de que nada grave había sucedido. Miró atrás,
al altar, donde se encontraba el Cristo crucificado. Violeta se llenaba cada
vez de tristeza cada vez que lo miraba. Era una imagen muy impactante. No
obstante, esa noche, el Cristo parecía sufrir mucho, más de lo normal. Violeta,
emocionada, fue a besarle los pies que, según la tradición, daba buena suerte y
era una forma de reverencia al Señor.
Cada metro que se
acercaba Violeta, el Cristo parecía más autentico, más real. Lagrimas cayeron
de las mejillas de Violeta. Ya al frente de él, totalmente decidida, la hermana
le besó los pies. Sintió en sus labios carne, no material duro. Violeta estaba
extrañada. Se tocó con la punta de los dedos los labios y se untaron de líquido
rojo y espeso. La monja estaba confusa y las ideas que le pasaban por la mente
eran imposibles. Violeta dirigió su mirada hacía el rostro pálido de Jesús.
-Dios mio…
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