lunes, 21 de mayo de 2012

LOS GATOS NO SALIERON


Camilo C.



Aquella noche madrileña hacía frío y el cielo estaba negro. No había ni una sola estrella. Ni si quiera la luna se atrevía a salir. Madrid estaba oscuro. La única luz procedía de las farolas. Era tarde y en las calles de Carabanchel no se oía nada, algo bastante extraño…
Esta noche los gatos no saldrían.

Las drogas y el alcohol habían hecho de Miguel una piltrafa. Con solo 33 años, ya estaba cansado de vivir. Se había escapado de casa muy joven y desde entonces su vida ya no era lo mismo. Sus amigos le habían introducido a este mundo de mala muerte, donde las drogas y el sexo mandaban.
Su higiene ya no le importaba. Su trabajo ya no le importaba. Su vida ya no le importaba…

Miguel tenía barba y era flaco. Las drogas le habían destrozado por completo. Sus padres le decían que era un caso perdido, cosa que le quitó el ánimo para el resto de su corta vida…
Aquella noche yacía en el suelo, no muy limpio, de la Avenida de Oporto, recostado en la pared de granito de la Parroquia de San Vicente de Paul. Se acostaba en un cartón del Corte Inglés que encontró cerca de allí y se cubría con una manta verde oscura, no muy gruesa, que le llegaba de los pies hasta el pecho. Su rostro pálido titiritaba. Su sangre estaba congelada.
A su alrededor no había nadie. Estaba desamparado, como de costumbre.

Sin embargo, en la oscuridad de la plaza en frente de la parroquia, al lado de los columpios, surgía una sombra. Esta se acercaba a Miguel lentamente. Tenia atributos humanos: una cabeza, dos piernas, dos brazos, un torso…
A Miguel no le importaba. Había perdido toda esperanza de salir de su desgracia.
La sombra se acercaba.
Poco a poco.
Lentamente…

Cuando finalmente la sombra se encontraba a menos de 5 metros de Miguel, esta paró. Miguel alzó la cabeza para ver de quien se trataba. Era un hombre alto de cara serena y de ojos brillantes.
El hombre se agachó, miró a Miguel y le preguntó:
-¿Cansado de vivir?
Miguel, no sorprendido de semejante pregunta, le contestó:
-Sí.
-¿Te gustaría empezar una nueva vida?
-Por supuesto.
- Entonces deja este lugar y ven conmigo. Me dedico a ayudar personas como tú. Jóvenes que han perdido la luz y se perdieron en las tinieblas… Créeme,  no eres el único, ni lo serás…- Mientras terminaba de decir estas ultimas palabras le extendió una mano para que se levantase. Miguel, como sus padres dijeron, era un caso perdido, no le importaba mucho lo que hiciesen con él. No temía a la muerte. Eso sí, si supiera lo que estaba a punto de suceder, jamás le hubiera tomado la mano a ese hombre…

La Hermana Violeta estaba durmiendo cuando escuchó de repente sonidos raros que nunca antes había escuchado en el convento. Se levantó de la cama, encendió la luz y se asomó a la ventana. Nada. Oscuridad completa. Los sonidos no paraban y parecían venir de abajo. La Hermana Violeta se estaba preocupando. Asustada, salió de su pequeño cuarto y se dirigió al de al lado, donde dormía la Hermana Clara. El pasillo estaba como el cielo, negro.
Clara estaba profundamente dormida. Incluso roncaba. Violeta no se lo pensó dos veces y empezó a agitar el cuerpo de su amiga para que despertase. Clara abrió los ojos.
-¡Violeta! ¿Qué quieres?
-He escuchado sonidos extraños. Provienen de abajo. ¿Los has oído?
-Yo no he oído nada.
-En serio. Abajo hay alguien.
-Anda… Vete a descansar…
Clara no la creía. Angustiada, Violeta volvió a su dormitorio. Se arropó e intento conciliar el sueño. Pero no pudo. Otra vez los sonidos.
Violeta estaba dispuesta a ir abajo sola y averiguar que estaba ocurriendo. Iba a abrir la puerta justo cuando Clara entra y dice:
-Vale. Te creo. Los he escuchado.

No muy lejos de las dos hermanas, Miguel despertó de un corto sueño. Se encontraba en una sala poco iluminada y con objetos religiosos por todas partes. Sus manos y pies estaban clavados a tablas de madera. Se encontraba medio desnudo con un trapo  atado a la cintura. Sentía pinchos en su cabeza. Miguel, aunque no lo pareciera, sentía el dolor, pero no gritaba. Solo lloraba.
-De esta no salgo.
Miguel tenía razón.
De tras de él sonó una voz:
-Tú ya no mereces vivir. Perro de la calle. Tu cuerpo servirá mejor para mis intenciones que para mendigar en la calle. Tu vida no me importa. Ya la has estropeado. Lo único útil de ti es tu carne, tu cuerpo.
Miguel no se sentía ofendido. Después de todo, tenia razón. Había desperdiciado su vida.
Frente a Miguel se levantaba la figura de aquel hombre alto que dijo que le ayudaría. Pero esta vez estaba encapuchado y llevaba una lanza en la mano. De su cuello colgaba un rosario con una cruz relativamente grande de madera oscura.
-No he mentido. Te ayudaré a deshacerte del dolor de tu miseria. Estarás más caliente en el infierno que en la calle. Créeme.
Al finalizar su breve discurso el hombre de capucha se santifico.
A continuación Miguel notó el mayor dolor que jamás haya sentido. Su costado había sido atravesado por un metal helado como el hielo.
Fue entonces cuando Miguel gritó.

Las dos hermanas estaban caminando por el ya iluminado pasillo cuando escucharon un grito masculino, que, efectivamente, procedía de abajo. Las hermanas se dieron prisa.
El pasillo terminaba en unas escaleras de caracol que descendían a la iglesia.
-¿Qué puede ser a estas horas?
-No lo sé pero creo que deberíamos de haber despertado a más gente. Imagina que es un asesino o algo por el estilo…
-Violeta. No me asustes más de lo que ya estoy.
-Venga, vamos a por más gente. Por favor.
-Está bien. Vamos.

Trece hermanas bajaron juntas a la iglesia. Encendieron las luces e iniciaron una búsqueda sin éxito.
Rendidas y sin pistas de lo que provocó aquellos sonidos decidieron llamar a la policía. Violeta daba las gracias a Dios de que nada grave había sucedido. Miró atrás, al altar, donde se encontraba el Cristo crucificado. Violeta se llenaba cada vez de tristeza cada vez que lo miraba. Era una imagen muy impactante. No obstante, esa noche, el Cristo parecía sufrir mucho, más de lo normal. Violeta, emocionada, fue a besarle los pies que, según la tradición, daba buena suerte y era una forma de reverencia al Señor.
Cada metro que se acercaba Violeta, el Cristo parecía más autentico, más real. Lagrimas cayeron de las mejillas de Violeta. Ya al frente de él, totalmente decidida, la hermana le besó los pies. Sintió en sus labios carne, no material duro. Violeta estaba extrañada. Se tocó con la punta de los dedos los labios y se untaron de líquido rojo y espeso. La monja estaba confusa y las ideas que le pasaban por la mente eran imposibles. Violeta dirigió su mirada hacía el rostro pálido de Jesús.
-Dios mio…

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