No hay con qué matar el tiempo,
pues ya está muerto. Siguen corriendo las agujas al igual que lo hace el cuerpo
de una gallina recién degollada, y yo asisto a tal macabro espectáculo con la
certeza abrumadora de que algún día el ave se parará y caerá al suelo, acompañando con el ruido sordo de su cuerpo yerto desplomado la
última sacudida de unas agujas también frías.
Este último
espasmo, el último de los suspiros exhalados, marca el inicio de la tarde de
domingo. Como un presagio de lo conocido, como la víspera de lo pasado, parece
querer recordarte que tu libertad está cerca de caducar, que la caída
inexorable por el abismo de la desidia ya ha comenzado y que el suelo estará
más duro que la última vez que lo probaste. No temes la vuelta de los
grilletes, temes no poder soportar una semana más la losa del aburrimiento (del tedio más
absoluto) y que, de repente, se rompan tus piernas y tu húmero
se confunda con el mármol.
Sabes que
el tedio te llenará por dentro hasta ahogarte, que aniquilará sin piedad
cualquier reducto último de salvación pensada. Pese a esto, intentas aferrarte a
tu utopía de fin de semana, guarecerte de la lluvia con un colador y postergar
la obligada aceptación de los hechos.
El pestilente olor del asesino
del tiempo lo marchita todo, lo apaga, le absorbe todo color existente para
dejar en su lugar polvo, un polvo que más que gris es la ausencia de color. ¿Qué
clase de monstruo puede disfrutar con semejante abominación vital? Sencilla
respuesta: un monstruo exquisito, ese mismo monstruo exquisito que decapita a
un ave indefensa pero aún le sobra crueldad para permitir que su cuerpo corra
sin rumbo, sin cabeza que lo dirija ni pico que proteste.
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