domingo, 20 de enero de 2013

Ese monstruo exquisito


No hay con qué matar el tiempo, pues ya está muerto. Siguen corriendo las agujas al igual que lo hace el cuerpo de una gallina recién degollada, y yo asisto a tal macabro espectáculo con la certeza abrumadora de que algún día el ave se parará y caerá al suelo, acompañando con el ruido sordo de su cuerpo yerto desplomado la última sacudida de unas agujas también frías.
            Este último espasmo, el último de los suspiros exhalados, marca el inicio de la tarde de domingo. Como un presagio de lo conocido, como la víspera de lo pasado, parece querer recordarte que tu libertad está cerca de caducar, que la caída inexorable por el abismo de la desidia ya ha comenzado y que el suelo estará más duro que la última vez que lo probaste. No temes la vuelta de los grilletes, temes no poder soportar una semana más la losa del aburrimiento (del tedio más absoluto) y que, de repente, se rompan tus piernas y tu húmero se confunda con el mármol.
            Sabes que el tedio te llenará por dentro hasta ahogarte, que aniquilará sin piedad cualquier reducto último de salvación pensada. Pese a esto, intentas aferrarte a tu utopía de fin de semana, guarecerte de la lluvia con un colador y postergar la obligada aceptación de los hechos.
El pestilente olor del asesino del tiempo lo marchita todo, lo apaga, le absorbe todo color existente para dejar en su lugar polvo, un polvo que más que gris es la ausencia de color. ¿Qué clase de monstruo puede disfrutar con semejante abominación vital? Sencilla respuesta: un monstruo exquisito, ese mismo monstruo exquisito que decapita a un ave indefensa pero aún le sobra crueldad para permitir que su cuerpo corra sin rumbo, sin cabeza que lo dirija ni pico que proteste.

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