Era temprano, tan temprano que los diferentes útiles de la
habitación matrimonial parecían haber detenido un divertido juego nocturno de
manera perfectamente sincronizada con la abertura de los párpados de José Ángel.
Despertó a Carmen, su mujer, de una forma seca, gastada ya por los rutinarios
años de la vida conyugal, y ella dejó caer un beso inexpresivo en su aún húmeda
mejilla antes de levantarse y coger la bata que estaba colgada al lado del
cabecero de la cama.
Habían
planeado (fue ella la que insistió, José simplemente no tenía ganas de hacer
preguntas y asintió de forma automática;para no romper la tradición) una
excursión al campo con sus hijos, por eso de pasar más tiempo con la familia,
respirar aire puro y todas esa retahíla de argumentos impropios que repetía
Carmen cada vez que advertía en alguien una veta de desánimo frente a la
salvadora excursión.
Cristian, el menor y único hijo
varón de la pareja, se lo tomó con resentida obligación, como si de una visita
rutinaria al médico se tratase. Fue Yolanda, la mayor de los descendientes y
única hija, la que más se opuso a la idea. Decía que ya tenía una edad para
estar haciendo gilipolleces con sus padres en el monte, que además era domingo
y quería descansar… Su padre no la culpaba, a él también le apetecía pasar un
domingo más de fútbol y cerveza con los amigos, pero no quería tener una discusión
con su mujer por una excursión, no era de los que solían hacer valer su opinión
con vehemencia. Lo que nadie llegó a comprender fue lo de que quería descansar.
Había dejado los estudios 3 años atrás y desde entonces vivía en un fin de
semana permanente, en el que siempre era sábado pero nunca domingo, en el que
los derechos parecían no ser nunca suficientes y las obligaciones, simples
desconocidas. Finalmente, la sangrante ira inicial dio paso a una costra de
resignación, y aceptó, muy a regañadientes, un cese de su sucesión de sábados
para introducir un domingo con la familia. Aunque nunca un lunes.
Debían
llegar a la estación de autobuses a las 9:30 de la mañana, y pasaban escasos
minutos de las 7:30 cuando el extenuado matrimonio despertó a sus hijos,
concediéndoles ya el habitual margen para que se desperezasen y otros esperados
imprevistos.
Cristian acudió al desayuno
levitando, con la expresión del rostro aún sin definir. Desayunó con desgana,
con la habitual frugalidad que enerva a una madre, pero tampoco se trató de un
desayuno insuficiente para afrontar el arduo día que se avecinaba; y se duchó.
Cuando aún restaban escasos minutos de las 9, estaba ya preparado, esperando por
su hermana en la sala con la televisión encendida. Ella llegó tarde a desayunar, al tiempo que su
hermano se dirigía al baño. Aderezó el mojado y tibio café con gruñidos y
refunfuños por los que nadie se sintió aludido, pero que no hacían más que
servir de recordatorio de por qué estaban todos levantados a aquellas horas tan
intempestivas. El desayuno fue breve, pero su estancia en el baño se prolongó
hasta bien pasadas las 9, provocando resoplidos, tamborileo de dedos, y un
creciente malhumor en Carmen, que comenzaba a impacientarse. Cuando la puerta
del baño se abrió todas las dudas sobre la tardanza se disiparon: Yolanda iba vestida con unos tacones kilométricos dorados, un mini-short
vaquero clarito que dejaba a la vista gran parte de la curvatura de sus
laureadas nalgas, una blusa asimétrica con print de leopardo, unos pendientes
que semejaban dos lunas colgadas de la bóveda celeste de su lóbulo, y con su
cara convertida en el óleo del mejor de los artistas barrocos.
-Yoli,¿
pero tú a dónde te crees que vas? Que vamos al campo hija mía, no vamos de
ligoteo a la disco. Siempre igual,
¿no? Tú tienes que ir siempre monísima de la muerte, no puedes ir por una vez
vestida de acuerdo al sitio al que vas. ¡Pues nada nada, tú a lo tuyo, como
siempre!- la recibió su madre abriendo una minúscula vía de escape para el
cabreo que había ido creciendo en ella durante la larga espera.
-Joder má,
no voy a ir con chándal, ¿no? Imagínate que por casualidad nos encontramos con
alguien que conocemos, sería una movida la ostia de chunga, ¿o no?- respondió
desesperada, explicando lo que en su pintarrajeada cabeza era evidente
-¿Y ese
maquillaje? Ni que fueras a salir al concurso de Miss España. Con lo guapa que
tú eras, y siempre tienes que emperifollarte con potingues y pírsins de esos-
continuó su madre ajena a la respuesta que la había proporcionado su hija.
José Ángel,
temiendo cómo de insoportable se podía tornar la situación a lo largo del día,
rezaba para que, al menos, el aire estuviera tan puro como se comentaba en la
urbe de los humos insalubres.