Tardó unos segundos en encajar la antigua llave en la vieja
cerradura. Mientras otros usaban extrañas tarjetas para abrir puertas automáticas, el usaba una llave que recordaba a la de los castillos, pero le daba igual. Sus ojos estaban entreabiertos aunque su cabeza seguía estando entre
las sábanas de la noche. La cafeína del café que había dejado insensible su
lengua, no tardaría en hacer efecto. Cuando por fin consiguió salir, el
cortante viento abofeteo su cara de lado a lado. El frío era una realidad y el
calor una mentira más. Miró a un lado y a otro de la calle. Algún tímido peatón
ya se aventuraba a empezar el día y salían de las casas, gemelas e idénticas a
la del joven salvo por el número de sus puertas. Alcanzó a ver como el autobús
77, detrás del cual había corrido tanto, giraba la esquina dirección Plaza de
Castilla. Ya nunca más se preocuparía por el transporte público, ahora tenía su
moto. Esa moto roja de la que no se separaba y que había heredado ya con
rasguños de su tío. Con un rápida palmadita quitó el rocío del asiento y
encendió el motor. Iba tarde. Llegó a la bifurcación como todas las mañanas.
Hacia la derecha el instituto, hacia la izquierda la imperial autopista A3. Hacia
la derecha la pereza, hacia la izquierda la libertad. Contrario al dicho debió
pensar que mas vale nunca que tarde. La decisión estaba tomada. Giró lentamente
y encaró la recta carretera por la que tanto le gustaba ir superando el límite
de velocidad. Por un día…
Por Pedro Montero de Espinosa Moya
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