miércoles, 28 de noviembre de 2012


Era temprano, tan temprano que los diferentes útiles de la habitación matrimonial parecían haber detenido un divertido juego nocturno de manera perfectamente sincronizada con la abertura de los párpados de José Ángel. Despertó a Carmen, su mujer, de una forma seca, gastada ya por los rutinarios años de la vida conyugal, y ella dejó caer un beso inexpresivo en su aún húmeda mejilla antes de levantarse y coger la bata que estaba colgada al lado del cabecero de la cama.
            Habían planeado (fue ella la que insistió, José simplemente no tenía ganas de hacer preguntas y asintió de forma automática;para no romper la tradición) una excursión al campo con sus hijos, por eso de pasar más tiempo con la familia, respirar aire puro y todas esa retahíla de argumentos impropios que repetía Carmen cada vez que advertía en alguien una veta de desánimo frente a la salvadora excursión.
Cristian, el menor y único hijo varón de la pareja, se lo tomó con resentida obligación, como si de una visita rutinaria al médico se tratase. Fue Yolanda, la mayor de los descendientes y única hija, la que más se opuso a la idea. Decía que ya tenía una edad para estar haciendo gilipolleces con sus padres en el monte, que además era domingo y quería descansar… Su padre no la culpaba, a él también le apetecía pasar un domingo más de fútbol y cerveza con los amigos, pero no quería tener una discusión con su mujer por una excursión, no era de los que solían hacer valer su opinión con vehemencia. Lo que nadie llegó a comprender fue lo de que quería descansar. Había dejado los estudios 3 años atrás y desde entonces vivía en un fin de semana permanente, en el que siempre era sábado pero nunca domingo, en el que los derechos parecían no ser nunca suficientes y las obligaciones, simples desconocidas. Finalmente, la sangrante ira inicial dio paso a una costra de resignación, y aceptó, muy a regañadientes, un cese de su sucesión de sábados para introducir un domingo con la familia. Aunque nunca un lunes.
            Debían llegar a la estación de autobuses a las 9:30 de la mañana, y pasaban escasos minutos de las 7:30 cuando el extenuado matrimonio despertó a sus hijos, concediéndoles ya el habitual margen para que se desperezasen y otros esperados imprevistos.
Cristian acudió al desayuno levitando, con la expresión del rostro aún sin definir. Desayunó con desgana, con la habitual frugalidad que enerva a una madre, pero tampoco se trató de un desayuno insuficiente para afrontar el arduo día que se avecinaba; y se duchó. Cuando aún restaban escasos minutos de las 9, estaba ya preparado, esperando por su hermana en la sala con la televisión encendida.  Ella llegó tarde a desayunar, al tiempo que su hermano se dirigía al baño. Aderezó el mojado y tibio café con gruñidos y refunfuños por los que nadie se sintió aludido, pero que no hacían más que servir de recordatorio de por qué estaban todos levantados a aquellas horas tan intempestivas. El desayuno fue breve, pero su estancia en el baño se prolongó hasta bien pasadas las 9, provocando resoplidos, tamborileo de dedos, y un creciente malhumor en Carmen, que comenzaba a impacientarse. Cuando la puerta del baño se abrió todas las dudas sobre la tardanza se disiparon: Yolanda iba vestida con unos tacones kilométricos dorados, un mini-short vaquero clarito que dejaba a la vista gran parte de la curvatura de sus laureadas nalgas, una blusa asimétrica con print de leopardo, unos pendientes que semejaban dos lunas colgadas de la bóveda celeste de su lóbulo, y con su cara convertida en el óleo del mejor de los artistas barrocos.                             
            -Yoli,¿ pero tú a dónde te crees que vas? Que vamos al campo hija mía, no vamos de ligoteo a la disco. Siempre igual, ¿no? Tú tienes que ir siempre monísima de la muerte, no puedes ir por una vez vestida de acuerdo al sitio al que vas. ¡Pues nada nada, tú a lo tuyo, como siempre!- la recibió su madre abriendo una minúscula vía de escape para el cabreo que había ido creciendo en ella durante la larga espera.
            -Joder má, no voy a ir con chándal, ¿no? Imagínate que por casualidad nos encontramos con alguien que conocemos, sería una movida la ostia de chunga, ¿o no?- respondió desesperada, explicando lo que en su pintarrajeada cabeza era evidente
            -¿Y ese maquillaje? Ni que fueras a salir al concurso de Miss España. Con lo guapa que tú eras, y siempre tienes que emperifollarte con potingues y pírsins de esos- continuó su madre ajena a la respuesta que la había proporcionado su hija.
            José Ángel, temiendo cómo de insoportable se podía tornar la situación a lo largo del día, rezaba para que, al menos, el aire estuviera tan puro como se comentaba en la urbe de los humos insalubres.

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