No se
despegaban del reloj las empalagosas horas en aquella salvación impuesta, en
aquel escollo a su ansiada libertad eterna. El tiempo se le adhería al cuerpo y
lo impregnaba todo de una desdeñada espera perenne, pero ésta nunca era
saciada, y la aguja más chica seguía persiguiendo a la mayor para preguntarle
de quién huía.
El espíritu
imperecedero de Bartolomé le impedía caer en aquella espiral de alienación
constante, y le forzaba a aferrarse al alféizar de la cordura con vistas al
entendimiento. Ya asidua a sus diáfanos pensamientos, la intransigente certeza
de que moriría allí mismo y solo, martilleaba, insistente. la delgada cornisa
de la que pendía su juicio; guardándolo así de perderse en el laberinto de la
enajenación.
La muerte
no lo amilanaba, era la clausura, aquel último destierro en el ocaso de su
noche lo que lo apocaba cada día más a seguir luchando por no caer. La falta
de una mano amiga que lo sostuviese, hacía mella, día tras día, en su ajado
cuerpo, haciéndole dudar de todo lo que hasta aquel entonces habían sido
inamovibles sentencias.
El titubeo
era imperdonable, era la certidumbre la que le restaba cierta
untuosidad al reloj y propiciaba un aumento de sus fuerzas recordándole lo
que nunca debió olvidar, que un día más es un día menos.
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