FAUSTO.
Desde que nació, todo el mundo conocía el porvenir del pequeño José Fausto. Su padre había consumido las principales drogas que se repartían por Carabanchel en los años 80; cocaína, cánnabis, heroína…pasando por cientos de tipos de pastillas. Parecía que la vida de José padre se había arreglado con el matrimonio. Él estaba enamorado, ella no. ¿Qué le importaba a la muchacha todas esas noches de fiesta que su marido se pasaba con los amigotes, siempre y cuando volviera a casa con los bolsillos llenos?
En una madrugada primaveral, meses después de comenzar la nueva década, José Fausto de dirigía hacia su casa con paso cansino, zigzagueante y confuso. Esa misma noche había `disfrutado` de una ´fiesta` a gran escala que él y sus amigotes de costumbres poco deseables habían organizado en medio de Sol. Por supuesto, ´´El Gomas´´ y ´´El Drogas´´ tenían suficientes ´provisiones´ como para estar bien despiertos hasta ya entrada la madrugada.
Durante esa noche, decenas de jóvenes (y no tan jóvenes) se pasaron horas apoyados en la nueva cúpula de cristal que cubría la estación de metro, formando una especie de corro humano alrededor de dicha infraestructura. Así estuvieron durante horas, solos; en una inmensa plaza vacía y triste, en las que horas antes costaba hacerse un sitio. Al comienzo de la noche, las caras eran apagadas, casi moribundas. Pero a medida que avanzaba la noche y se mataban más y más por dentro, parecían ver la luz al final del túnel y sus cuerpos saltaban de alegría. Sobre las 4 de la mañana, la gente más madrugadora que tuvo la mala suerte de pasar por la plaza en medio de ese ´espectáculo´ podía ver claramente como gente como José Fausto se subía poco a poco la manga del roído jersey, cogía una vieja y grisácea jeringuilla de la mano de su "colega", y se inyectaba sustancias cuya identidad el espectador desconocía. Cada peatón se horrorizaba a su manera, cada uno desarrollaba distintas hipótesis en su cabeza y trataba de imaginar la sustancia que esa gente se estaba metiendo. En definitiva, no querían acercarse a José Fausto.
A las 5 de la mañana José Fausto ya estaba a escasos metros de su portal, que estaba en el centro del Barrio de Salamanca. No se podía apreciar ninguna mancha (ni siquiera ningún chicle pegado) en las carreteras de ese cuidado barrio. Las casas estaban inmaculadas, perfectas, cada coche estaba aparcado a conciencia y los números de cada portal brillaban majestuosamente ante aquella leve luz del sol de amanecer. De repente, mientras Fausto buscaba el frío metal de las llaves del portal, aquel zigzagueante paso desapareció, dejando solamente un seco y fuerte ruido. José Fausto había caído de bruces sobre la bella y cuidada acera del Barrio de Salamanca. Efectivamente, José Fausto acabó como su padre.
ANTONIO ÁLVAREZ
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