Aún recuerdo la primera vez que vi a Javier
entrar en clase. La profe de Lengua nos lo presentó, y nos dijo que se tuvo que
cambiar de colegio por movidas de trabajo de sus padres, así que si entre todos
le ayudábamos, seguro que su adaptación sería más fácil y rápida. Recuerdo que
se quitó la gorra e iba con el auricular de su Ipod colgando (de hecho, parece
que los auriculares son una prolongación de su oreja, ¡porque no se los quita
ni en la ducha!), y se sentó justo delante mío, aprovechando que había una mesa
vacía. Al principio no me llamaba la atención porque notaba que le costaba
mucho entablar conversación, se pasaba el día pendiente de la pizarra y en las
horas muertas entre clase y clase, sólo hacía que desconectar escuchando su
Ipod. Luego, con el tiempo, vi que cada día era más sociable y, sobretodo, que
tenía un sentido del humor único. ¡Me partía la caja con él! Siempre tenía una
anécdota, un chiste o una imitación súper divertida con la que no paraba de
reír… ¡Lo peor era cuando me pillaban los profes! Más de una vez me habían
echado por su culpa, porque no podía aguantar las carcajadas de su última
broma… En fin, que estaba tan acostumbrada a Javier y a sus bromas, que
esperaba con ansia que llegara el lunes para volverme a encontrar con él y sus
movidas. Pasaron los meses, el curso avanzaba, y sentía que necesitaba verle
más y estar con él. Y como era de esperar, me quedé pillada. Mi madre siempre
dice que cuando te lo pasas bien, el tiempo pasa muy deprisa… y efectivamente,
así fue. Nos habíamos plantado en la última semana de curso, y yo no quería ni
pensar qué pasaría… porque sabía que, cuando terminara el curso, se volvería a
ir, ni más ni menos que ¡al extranjero! porque su padre se volvía a trasladar
por culpa del curro… ¡Qué palo más grande! Y claro, ya me veis a mí, intentando
detener el tiempo y apurando todos los ratos que pasaba con él.
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