miércoles, 28 de noviembre de 2012


Aún recuerdo la primera vez que vi a Javier entrar en clase. La profe de Lengua nos lo presentó, y nos dijo que se tuvo que cambiar de colegio por movidas de trabajo de sus padres, así que si entre todos le ayudábamos, seguro que su adaptación sería más fácil y rápida. Recuerdo que se quitó la gorra e iba con el auricular de su Ipod colgando (de hecho, parece que los auriculares son una prolongación de su oreja, ¡porque no se los quita ni en la ducha!), y se sentó justo delante mío, aprovechando que había una mesa vacía. Al principio no me llamaba la atención porque notaba que le costaba mucho entablar conversación, se pasaba el día pendiente de la pizarra y en las horas muertas entre clase y clase, sólo hacía que desconectar escuchando su Ipod. Luego, con el tiempo, vi que cada día era más sociable y, sobretodo, que tenía un sentido del humor único. ¡Me partía la caja con él! Siempre tenía una anécdota, un chiste o una imitación súper divertida con la que no paraba de reír… ¡Lo peor era cuando me pillaban los profes! Más de una vez me habían echado por su culpa, porque no podía aguantar las carcajadas de su última broma… En fin, que estaba tan acostumbrada a Javier y a sus bromas, que esperaba con ansia que llegara el lunes para volverme a encontrar con él y sus movidas. Pasaron los meses, el curso avanzaba, y sentía que necesitaba verle más y estar con él. Y como era de esperar, me quedé pillada. Mi madre siempre dice que cuando te lo pasas bien, el tiempo pasa muy deprisa… y efectivamente, así fue. Nos habíamos plantado en la última semana de curso, y yo no quería ni pensar qué pasaría… porque sabía que, cuando terminara el curso, se volvería a ir, ni más ni menos que ¡al extranjero! porque su padre se volvía a trasladar por culpa del curro… ¡Qué palo más grande! Y claro, ya me veis a mí, intentando detener el tiempo y apurando todos los ratos que pasaba con él.  

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