Aquella
noche del 25 de noviembre de 2012 (que era como todas las demás noches), en la
oscura y silenciosa Allington Road, en una casa cercana a la esquina con Beethoven
Road; después de aquellos horribles momentos de ira ardiente dirigidos hacia él
por parte de su madre, su habitación (que parecía más una pocilga) adquirió un
ambiente deprimente y desolador. Luego vinieron los lloros y más gritos. Su tía
se reunió con su madre al otro lado de la pared, en el pasillo. Hablaban en voz
muy alta.
-Es que
eres una tonta… Dejas que tu hijo haga todo lo que él quiera… Ahora mírate…
-¡Lo
odio, lo odio!
-A ver
si aprendes de una vez…
-Es
culpa de la abuela. Los ha criado así, ¡unos malcriados que no sirven para nada!
-Ya
empezamos…
-¡¡¡¡AHHH!!!!
¡¡¡¡LO ODIO!!!!
Escuchaba
los gritos de su mamá quieto, rígido, con los ojos totalmente abiertos mirando
al blanco asqueroso que rodeaba su cuarto. Odiaba su familia…
Su
madre fue, de toda la vida, una histérica gritona con problemas de hipertiroidismo;
su tía, una mujer que siempre buscaba la manera de evitarle; su abuela, una
anciana que seguía viviendo en el siglo XIX; y su primo que hacia exactamente
lo mismo que su madre, la tía. Esa era su preciosa y happy familia.
Al
terminar la tranquila y agradable discusión entre su mamá y la tía, se desmoronó
en la cama. Estaba harto de su vida. Su familia parecía no quererle, sus notas
en el colegio habían disminuido notablemente, su habitación estaba hecha un
desastre, sufría de escoliosis, tenia miedo a salir de cierto mueble, estaba
solo, dejaba todos los deberes para el último momento, etc. La palabra felicidad solamente existía los viernes
por la noche cuando salía de “parranda” con sus queridos amigos; pero,
desgraciadamente, esos momentos eran efímeros.
Pensó varias veces en quitarse la vida porque
cayó en una depresión que parecía no tener fin. Una depresión negra y pegajosa
que le engullía poco a poco, dolorosamente sofocándole con sus manos que alcanzaban
todos los terrenos de su puta y miserable vida.
Ese era su día a día... Todos los días la
misma mierda.
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Sentía
la cuerda apretarle el cuello. Dolía. Dolía mucho. Ahora sabia como se sentía hangman cuando no adivinaban sus letras. Ya no podía respirar.
Su cara enrojecía más y más. Pero no se arrepentía de lo que estaba haciendo.
En sus últimos
segundos de vida, escuchó el móvil. Le estaban llamando. Sonó durante veinte
segundos aproximadamente hasta que alguien dejó su mensaje después del pitido.
Era su madre:
-Que
tengas una buena noche. Sepa y entienda que yo te amo y eres la razón de mi
vida… Y quiero entenderte. También te pido que me perdones por lo que te dije,
pero fue causa de la ira. De verdad que lo siento mucho pero tú sabes cuanto te
quiero…
Su
cuerpo estaba colgando. Estaba muerto. Pero, como todo el mundo sabe, el oído es
el último sentido que se pierde... Había escuchado todo el mensaje y en el fondo
de su corazón pensaba:
GRACIAS,
MAMÁ. GRACIAS…
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