domingo, 25 de noviembre de 2012

La vuelta.


Después de sus esfuerzos por establecer su vida en la ciudad, con su empleo de obrero de la gran industria, vio que no había nada que hacer y decidió volver a sus orígenes, al pueblo del que había salido su madre, años atrás.Augusto era todavía joven, o al menos, así le gustaba considerarse, aunque rondaba los 40. Físicamente aparentaba menos y él lo sabía; rubio y con ojos verdes, era conocido en su pueblo como el “hijo del inglés”.Su padre, al que nunca conoció, apareció por su pueblo una primavera de hacía ya muchos años, de vuelta a su casa. Su madre, una chica del pueblo como tantas, sin presente y casi sin futuro, quedó prendida de él según lo vio. Milagros, que así se llamaba ella, tenía entonces los 20 años recién cumplidos, marchó con él a la ciudad, creyendo haber encontrado una nueva vida a su lado.Sin embargo, pronto y casi sin darse cuenta se vio sola en una gran ciudad, que le era hostil, con una pequeña criatura a su cargo, vivo reflejo de su padre, “el inglés” como le conocían en el pueblo. Aquella vida, que iba a ser llena de felicidad, se complicó, y se vio abocada a la subsistencia, a buscar alimento para su pequeño como podía.El miedo y la vergüenza no le dejaban volver y tuvo que buscar una solución, su bebé tenía hambre. Encontró trabajo en la fábrica de la ciudad, aquella que daba de comer a la mayor parte de sus vecinos. Con aquello, malvivían ella y su hijo, en una habitación alquilada llena de humedades, viento y frío.Cuando el niño, Augusto, tuvo edad suficiente se puso a trabajar en aquella fábrica y, al principio, parecía que su vida mejoraba. Pero duró poco. Milagros estaba enferma, las malas condiciones en las que había vivido le pasaban factura. Era todavía joven, pero su dura vida estaba ahí para recordarle que no iba a mejorar  y pronto dejó a Augusto solo.Durante años, Augusto siguió en su puesto en la fábrica, repitiendo día tras día aquella tediosa labor, trabajando como un verdadero animal, con la esperanza de crearse un futuro mejor. Pero era imposible, la suerte no le acompañaba y decidió marcharse. Quizá en el pueblo tuviera más suerte.Reunió sus pocas pertenencias en aquella maleta que había dejado su madre y  se despidió de sus vecinos. Intentaron convencerle para que se quedara, que en el pueblo no iba a encontrar nada mejor ni a nadie que le ayudara. Pero fue en vano. Augusto lo había decidido, estaba cansado de aquella vida monótona y sin alegría. Tenía que probar otra cosa.Sabía cómo se había marchado su madre del pueblo y sabía también que sus abuelos no habían querido saber nada más de ella. Dudaba incluso de que supieran de su existencia, pero  tenía que intentarlo. Tenía que intentar una nueva vida.Aquel día llovía intensamente, reflejo de lo que era su vida, triste, fría y gris. Bajó del autobús y por supuesto, no había nadie esperándole. Suponía que nadie sabía de su existencia, pero, por el camino  a su casa, que conocía por las veces que su madre le había hablado de ella y por aquella foto ajada de sus abuelos, uno de los pocos recuerdos que se llevó del pueblo, notó las miradas y los comentarios. No pasaba desapercibido. Los mayores del pueblo parecían conocerle y murmuraban entre ellos, aunque nadie decía nada; así hasta aquella gran casa, llena de geranios rojos en las ventanas, idéntica a la de la foto.Parecía que los rumores habían ido más rápido que él y habían llegado ya a oídos de su abuela. Cuando llegó a la casa, su abuela le esperaba en la puerta y con un mohín que tantas veces había visto en su madre para aguantarse las lágrimas, se acercó a él y, sin mediar palabra, le abrazó. Fue el inicio de su nueva vida.

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