Después de sus esfuerzos por establecer su
vida en la ciudad, con su empleo de obrero de la gran industria, vio que no
había nada que hacer y decidió volver a sus orígenes, al pueblo del que había
salido su madre, años atrás.Augusto era todavía joven, o al menos, así le
gustaba considerarse, aunque rondaba los 40. Físicamente aparentaba menos y él
lo sabía; rubio y con ojos verdes, era conocido en su pueblo como el “hijo del
inglés”.Su padre, al que nunca conoció, apareció por
su pueblo una primavera de hacía ya muchos años, de vuelta a su casa. Su madre,
una chica del pueblo como tantas, sin presente y casi sin futuro, quedó
prendida de él según lo vio. Milagros, que así se llamaba ella, tenía entonces
los 20 años recién cumplidos, marchó con él a la ciudad, creyendo haber
encontrado una nueva vida a su lado.Sin embargo, pronto y casi sin darse cuenta se
vio sola en una gran ciudad, que le era hostil, con una pequeña criatura a su
cargo, vivo reflejo de su padre, “el inglés” como le conocían en el pueblo. Aquella
vida, que iba a ser llena de felicidad, se complicó, y se vio abocada a la
subsistencia, a buscar alimento para su pequeño como podía.El miedo y la vergüenza no le dejaban volver y
tuvo que buscar una solución, su bebé tenía hambre. Encontró trabajo en la
fábrica de la ciudad, aquella que daba de comer a la mayor parte de sus
vecinos. Con aquello, malvivían ella y su hijo, en una habitación alquilada
llena de humedades, viento y frío.Cuando el niño, Augusto, tuvo edad suficiente
se puso a trabajar en aquella fábrica y, al principio, parecía que su vida
mejoraba. Pero duró poco. Milagros estaba enferma, las malas condiciones en las
que había vivido le pasaban factura. Era todavía joven, pero su dura vida
estaba ahí para recordarle que no iba a mejorar
y pronto dejó a Augusto solo.Durante años, Augusto siguió en su puesto en
la fábrica, repitiendo día tras día aquella tediosa labor, trabajando como un
verdadero animal, con la esperanza de crearse un futuro mejor. Pero era
imposible, la suerte no le acompañaba y decidió marcharse. Quizá en el pueblo
tuviera más suerte.Reunió sus pocas pertenencias en aquella
maleta que había dejado su madre y se
despidió de sus vecinos. Intentaron convencerle para que se quedara, que en el
pueblo no iba a encontrar nada mejor ni a nadie que le ayudara. Pero fue en
vano. Augusto lo había decidido, estaba cansado de aquella vida monótona y sin
alegría. Tenía que probar otra cosa.Sabía cómo se había marchado su madre del
pueblo y sabía también que sus abuelos no habían querido saber nada más de
ella. Dudaba incluso de que supieran de su existencia, pero tenía que intentarlo. Tenía que intentar una
nueva vida.Aquel día llovía intensamente, reflejo de lo
que era su vida, triste, fría y gris. Bajó del autobús y por supuesto, no había
nadie esperándole. Suponía que nadie sabía de su existencia, pero, por el
camino a su casa, que conocía por las
veces que su madre le había hablado de ella y por aquella foto ajada de sus
abuelos, uno de los pocos recuerdos que se llevó del pueblo, notó las miradas y
los comentarios. No pasaba desapercibido. Los mayores del pueblo parecían
conocerle y murmuraban entre ellos, aunque nadie decía nada; así hasta aquella
gran casa, llena de geranios rojos en las ventanas, idéntica a la de la foto.Parecía que los rumores habían ido más rápido
que él y habían llegado ya a oídos de su abuela. Cuando llegó a la casa, su
abuela le esperaba en la puerta y con un mohín que tantas veces había visto en
su madre para aguantarse las lágrimas, se acercó a él y, sin mediar palabra, le
abrazó. Fue el inicio de su nueva vida.
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